jueves, 24 de mayo de 2012

Heridas consentidas.




Escuecen las heridas del verbo,
que lenguas con filo escupen,
rasgando a su paso la carne,
y la inocencia de mis ojos,
dejando angostas brechas
de agallas sedientas de recibir,
la lluvia de lágrimas temblantes,
suspendidas como fetos en salinidad,
sin forma, ni recuerdo
del motivo por el que llorar.

Resbalan mejor las mentiras,
untadas con brillante vaselina,
que acomodan la mente y retina,
sobre las ruedas de una cómoda silla,
pensamientos planos como la pantalla,
que a su voluntad mecen y moldean,
y tras una más que discutible batalla,
te brinda la muerte que mereces,
resumiendo todo tu esfuerzo,
en la punta de un dedo obeso,
que mordido por un pez muerto,
sin pensamiento ni capacidad,
desciende a una fosa abisal,
que acumula restos de progreso,
desperdicios de bienestar,
y te arrebató sin preguntar el brillo,
y las páginas de miles de libros,
que hablaban de varias maneras,
de tener alguna posibilidad.






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