lunes, 9 de enero de 2012

Un siete de enero.



Cómo describir aquellos momentos,
que me hablan de evolución y de poesía,
misterio, amor, azar de la vida,
tan antiguos y remotos como tiernos.

Cómo no sentirme preso del verbo,
y liberado por tanta alegría,
que me encierra y da compañía,
y rompe a la vez, mi celda de acero.

Cómo explicar un sentimiento,
con sólo un millón de signos y grafías,
pues tiene un segundo con mis hijas,
más matices que estrellas en el cielo.

Dos florecillas que crecen aprisa,
opinan, bailan, comparten sus juegos,
sin saber que mientras, me pintan sonrisas.

Cegado por cómo sus ojos brillan,
siento el crecer de sus limpios sueños,
de besos sembrados por sus mejillas.






Me trajeron los Reyes Magos, el mejor regalo que nunca pude imaginar, compartir una espléndida mañana de invierno con mi hija, ella en patines, yo a su lado, ella preguntaba, yo le respondía maravillado, sin cansancios, ni quejas, ni flatos, ni dolores de piernas, ni miedo a compartir largos caminos de esfuerzo, premiado con un almuerzo casero frente al un balcón abierto al Mediterráneo, y élla, pidiéndome un segundo, para echar una última mirada desde su ventana privilegiada, llenó sus pequeños pulmones con la tibia luz del mar y me dijo:

-Cuando quieras papá, ...ya estoy lista para continuar-. 

Guardé silencio, qué podía decir que fuera más bello.






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