viernes, 28 de mayo de 2010

Aquí lo que hace falta es...


El otro día comentaba con unos amigos de forma relajada y distendida sobre la preocupante situación casi generalizada de muchos de nuestros gobernantes, locales y estatales, en relación al abuso de poder que ejercen cuando llegan a su butaca, a los privilegios que se auto imponen, a los tratos de favor y regalos que llegan a aceptar a cambio de …, al dinero público que algunos cogen para sí y esconden en paraísos fiscales. Una cosa llevó a la otra, la otra a la de más allá, la de más allá, al pensamiento de que no hay solución, que las leyes las hacen ellos, por lo que no harán jamás una ley que les impida seguir mangoneando a cambio de, en el peor de los casos de ser trincados, un castigo que a lo mucho supondrá unos años que luego unos buenos abogados reducirán a meses de prisión. Y al final se escapó la frase… “Aquí lo que hace falta es una revolución”…

Recordé una historia que leí hace tiempo…

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…»Lo que no sabe nuestro extranjero, y ahora mismo se lo contaré, es el método que Ahab utilizó para conseguir su pro­pósito. En ningún momento intentó convencer a nadie porque conocía la naturaleza humana; confundirían la honestidad con la flaqueza, e inmediatamente pondrían en duda su poder.
»Lo que hizo fue contratar a unos carpinteros de un pueblo cercano, darles un papel con un dibujo, y mandarles que cons­truyeran algo en el lugar donde ahora está la cruz. Día y noche, durante diez días, los habitantes del pueblo oyeron el repique­teo de los martillos, vieron hombres aserrando tablones, enca­jando piezas, enroscando tornillos. Pasados diez días, siempre cubierto por una lona, montaron aquel gigantesco rompecabe­zas en medio de la plaza. Ahab reunió a todos los habitantes de Viscos para que presenciaran la inauguración del monumento.
»Solemnemente, sin discursos, retiró la lona: era una horca. Con soga, trampilla y todo lo necesario. Completamente nueva, untada con cera de abeja, para que pudiera resistir mucho tiem­po a la intemperie. Aprovechando la multitud que se había con­gregado allí, Ahab leyó una serie de leyes que protegían a los campesinos, incentivaban la cría de ganado, premiaban a los que montaran nuevos negocios en Viscos, añadiendo que, a partir de entonces, deberían dedicarse a trabajos honrados o mudarse a otro pueblo. Sólo dijo eso, no mencionó ni una sola vez el «mo­numento» que acababa de inaugurar; Ahab no creía en ame­nazas.
»Una vez terminada la reunión, se formaron diversos gru­pos; la mayoría pensaba que el santo le había sorbido el seso a Ahab y que éste ya no tenía el valor de antes, por lo que era ne­cesario matarlo. Durante los días siguientes hicieron muchos planes al respecto. Pero todos se veían, obligados a contemplar la horca que había en el centro de la plaza, y se preguntaban: ¿qué hace ahí? ¿La han montado para ejecutar a los que no acaten las nuevas leyes? ¿Quién está de parte de Ahab y quién no? ¿Tenemos espías entre nosotros?
»La horca contemplaba a los hombres, y los hombres con­templaban la horca. Poco a poco, el valor inicial de los rebeldes fue cediendo paso a! miedo; todos conocían la fama de Ahab, sabían que era implacable en sus decisiones. Algunas personas abandonaron el pueblo, otras, en cambio, decidieron probar los empleos que les habían sugerido, simplemente porque no tenían otro sitio adonde ir o, tal vez, a causa de la sombra de aquel ins­trumento de muerte que había en medio de la plaza. Al cabo de un tiempo, Viscos era un remanso de paz, se había convertido en un gran centro comercial fronterizo, empezó a exportar una lana excelente y a producir trigo de primera calidad.
»La horca estuvo en la plaza durante diez años. La madera resistía bien, pero periódicamente cambiaban la soga. Nunca fue utilizada. Ahab nunca hizo ningún comentario sobre ella. Bastó su imagen para transformar el valor en miedo, la con­fianza en sospecha, las bravatas en susurros de aceptación. Pa­sados diez años, cuando finalmente la ley imperaba en Viscos, Ahab ordenó desmontarla y usar su madera para construir una cruz, que fue erigida en el mismo lugar.
Chantal hizo una pausa. En el bar, completamente en silen­cio, resonaron los aplausos solitarios del extranjero.
-Una historia muy bonita -dijo el hombre-. Realmente, Ahab conocía la naturaleza humana: no es la voluntad de cum­plir las leyes lo que hace que la gente se comporte como manda la sociedad, sino el miedo al castigo. Todos arrastramos esta horca en nuestro interior. "
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Fracmento de “El demonio y la Señorita Prim” de Paulo Coelho.
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¿Qué pasaría si un buen día amanecieran las plazas de Ayuntamientos, Diputaciones y Cortes Generales con una horca como la que mandó construir Ahab.?
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Hay cosas que no deberíamos permitir bajo ningún concepto.
La primera y fundamental es la de que quienes elegimos para que hagan las leyes y se encarguen de hacerlas cumplir, jamás, jamás, jamás, debieran tener la tentación de aprovecharse de su situación de privilegio para enriquecerse a costa de todos los ciudadanos.
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No haría falta decir nada, como en el cuento, sólo cabría pedir a Dios, que jamás llegara a utilizarse, y aquellos que no tuvieran la intención de gobernar honradamente, mejor les iría cambiando de oficio.

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